miércoles, 1 de septiembre de 2010

El fraile del tesseract


El fraile del tesseract
Cuento

Arq. Carlos Donoso Paz
carlosdonosopaz@hotmail.com

Transcurría el primer tercio del siglo XX cuando Francisco llego; empezaba la tarde del día miércoles y él, procedente de algún lugar del altiplano, ya estaba parado frente a la iglesia de San Francisco de Nuestra Señora de la Paz. Francisco, hombre piadoso, devoto de la Virgen de Copacabana y hábil artesano, venia con el firme propósito de hacerse fraile franciscano.

En el último día de su viaje desde muy temprano, Francisco, camino por la Ceja de El Alto y la ladera vertical que lo introdujo al valle del Chuquiago, paso por el cementerio, hizo la señal de cruz varias veces y siguió deslizándose por las calles tortuosas hasta alcázar el atrio de la iglesia de los indios, donde la imagen de San Francisco de Asís lo recibió, como a todos sus devotos, con los brazos abiertos. Desde la vereda, contemplo extasiado la alegoría fantástica de la fachada de la basílica que se mostraba con todo su esplendor ante sus ojos, avanzo por la esquina abierta entre el convento y la iglesia, se acerco hasta distinguir los habitantes de piedra; las águilas bicéfalas, las sirenas, los pumas, los monos y los papagayos, entonces vio, las uvas, las papayas, las piñas derramándose entre un armonioso follaje tropical alrededor de las columnas y las paredes, difícil de comprender de una sola vez.

Entro al templo, fue golpeado por el ambiente místico, rodeado de macizos muros, que dejan filtrar la luz por pequeños espacios llenos de color, columnas gigantes que terminan en capiteles que soportan imponentes arcos de piedra portadores de dos



“cañones” que se cruzan sobre el altar mayor, donde se alza una cúpula celestial. Francisco, estaba sorprendido, pues, mire donde mire, esta presente el arte con esa generosidad propia del barroco. Le faltan ojos para contemplar las imágenes, en pintura y tallados, pero lo que más le entusiasma, seguramente por su oficio de artesano, son los retablos de cedro, sobre todo el dorado del altar mayor donde se anida la Virgen y los santos.

Se arrodillo, santiguó, elevó sus oraciones al Altísimo y dio gracias a la Virgen de Copacabana por haber llegado sano y salvo a destino. Armándose de valor; entro en la sacristía y manifestó al cenobita que estaba allí la decisión que había tomado días antes al salir de su pueblo. Éste lo escucho atentamente y le pidió que esperara.

Mientras esperaba, leyó en un cuadro en la pared que Gregorio Francisco de Campo Obispo de La Paz concluyo la iglesia, la que consagro el 23 de abril de 1784. Le llamo la atención la coincidencia de nombres, del creador de la orden, del benefactor de la iglesia y el suyo propio. Al poco rato, volvió el fraile rodeado de otros para dar la bienvenida a Francisco.

El resto de la tarde; conoció su humilde “celda”, se aseó y se vistió de fraile, con sandalias y hábito café, sin darse cuenta ya, era hora de la cena. Mientras comian, un hermano comento que otros “franciscos” los habían visitado antes -éste dijo- según se, Francisco Tito Yupanqui estuvo aquí de paso; escoltaba su obra de la imagen de la “mamita” rumbo a Copacabana. Otro fraile agregó - no hay que olvidar al maestro Francisco Jiménez, que concluyo el dorado del altar mayor -. La velada transcurría animadamente. Francisco, a requerimiento explicaba sus motivos, hasta que alguien sugirió que el sitio, por ahora, de Francisco es la cocina y también, por ser buen artesano, debía encargarse de la conservación de los ornamentos y artes de la iglesia y claustro.



Pasaron algunos años, se aproximaba la mitad del siglo XX, Francisco es uno más de los frailes, aprendió todo lo que había que aprender. Es buen cocinero y ejemplar fraile. El tiempo y su determinación lo llevaron a escudriñar todo; comprendió lo magnifica que es la obra de la “casa de Dios”, y que por el momento, con humildad, lo cobijaba. Recorrió todo; el campanario, la cubierta; las naves, el claustro; no se le escapo el sonido de las campanas, ni la luz de las verengelas, las armonías del coro, las oraciones de los frailes, el llanto de los niños en el bautisterio, las solemnes misas y la geometría perfecta del claustro. Una y otra vez fijo su atención en la fachada pétrea, las imágenes, las pinturas y en los “áureos” retablos, le impresionaba la armonía en la complejidad de las composiciones, difícil de comprender de una sola vez.

Con la cuerda y el plomo, el papel y el lápiz, sobre lienzo y con color o cincel y martillo; fijo, dibujo, pinto y cincelo reproduciendo las “formas” que tenia a su alcance. En la soledad de su celda, al mismo tiempo que rezaba, observaba la geometría de los elementos duplicados y meditaba profundamente sobre ellos. Al fin hizo un descubrimiento; las formas complejas pueden descomponerse a formas cada vez más simples; volúmenes primarios, planos, líneas y puntos.

Sin que medien Pitágoras, Ptolomeo y Euclides, redescubrió el circulo, el triangulo, el cuadrado, el hexágonos, el pentágona y demás polígonos regulares. Y, sin que lo inspire Platón, desarrollo los cinco poliedros regulares el tetraedro, el octaedro, el cubo, el icosaedro y el dodecaedro. Concluyo de que en la naturaleza viva y el arte se refleja la ley de los números. A fuerza de comparar dio con la divina proporción, tal y como el fraile Luca Paccioli di Borca en su tiempo.

Entonces empezó a jugar con la geometría, entre otros, desarrollo los once hexominos del cubo y manipulo las posibilidades de éste al punto de ser irreverente. Es que a Francisco, le interesaba saber cómo se genera el espacio, construyo modelos unidimensionales, bidimensionales y tridimensionales, los combino y manipulo hasta que pudo visualizar la tetradimensionalidad del espacio, lo que le sirvió para construir un “tesseract”, sin saberlo al igual que el matemático Charles Howard había dado con el hiperespacio.

En un amanecer, cuando Francisco logró alinear el espacio tridimensional de su celda con los 16 vértices, 32 aristas, 24 caras y 8 cubos del tesseract, se fue desvaneciendo lentamente hasta alcanzar el hiperespacio. Allí, donde no existe el tiempo, donde Cronos aún no ha regurgitado a sus hijos, allí donde no hay procesos, nada cambia y todo se da de una sola vez. Para volver, Francisco invertía el tesseract y lentamente se reintegraba al espacio. Una y otra vez “viajo” con facilidad, de esta manera ya no quedaba secreto por descubrir.

En un desafortunado día, mientras Francisco “viajaba”, desde algún lugar oscuro un mediocre jerifalte, dio la orden de demolición que cruzo la ciudad como una nube piroplástica hasta estrellarse con gran estruendo contra el claustro, hogar de los frailes franciscanos, dejando la mitad en el suelo. San francisco de Asís apretó los puños, la Santísima Virgen se cubrió el rostro con el velo para que no vean sus lagrimas, los frailes confundidos no atinaron a nada más que a la resignación. Entonces, construyeron un muro frío que separa el resto del mutilado claustro del yermo.

Cuando Francisco quiso volver, no existían ya más puntos de referencia y quedo atrapado en la tetradimensionalidad del espacio. Lo que nadie supo es que Francisco estaba allí. Con la confusión y la tristeza de lo que había pasado casi no se percataron de la ausencia de Francisco, alguna vez preguntaron por él, pero con el tiempo se fue haciendo leyenda y en realidad nadie sabe si existió. Hay quienes afirman que cada amanecer, desde el muro, se oyen los gritos del fraile pidiendo se reconstruya el espacio perdido – entre lamentos dice – tal vez, si ponen un gran espejo sobre el muro donde se refleje lo que queda de mi hogar yo pueda aliviar en parte mi agonía – y sugiere con firmeza - ¡por la Santísima Virgen y San Francisco de Asís, repongan el espacio destruido del claustro!



…… y, me preguntas ¿cómo es que se todo esto? - ¡Veras!, si tú te paras en el lugar preciso, allí donde Fray Francisco tuvo su celda, en la mañana muy temprano al despuntar el sol sobre el Illimani, comprenderás todo de una sola vez-.


FIN

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